Relato: Dos maletas solitarias

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Rozando el filo del lunes, no íbamos a dejar escapar la semana sin presentar el relato sobre móviles, habiendo cambiado el estilo, ambientación y trama para así renovar la sección como solemos hacer semanalmente. ¿Os gustan nuestras pequeñas historias? ¿Os entretenemos mientras distraéis la mente en torno a los relatos donde puede involucrarse un teléfono móvil? No cabe duda, estos pequeños cacharros se han adentrado hasta el fondo de nuestras vidas, habiendo cambiado las mismas para siempre. Sirven para llamar, entretenernos, hacernos más productivos e, incluso, pueden ser el inicio de una cadena de casualidades, tal y como les ocurre a los dos protagonistas de nuestra historia de hoy. ¿Hasta dónde puede llegar una simple llamada? Nadie lo sabe. La única solución es dejarse arrastrar…

Relato: Dos maletas solitarias

Dos maletas solitarias

El aeropuerto sufría una de sus horas punta reflejándose en el denso ir y venir de viajeros con destino a las terminales de intercambio, a las salidas del recinto o en dirección a las cintas transportadoras de maletas, que se encontraban dispuestas en línea y cargadas de equipaje en movimiento mientras un cúmulo de viajeros se agrupaba en torno a las propias cintas y a los paneles informativos, tratando de discernir la salida de su equipaje de entre aquella maraña de denominadores de vuelo, terminales, horarios y compañías. Muchos se jugaban el tiempo quedándose en una única cinta con la esperanza de ver surgir a su maleta, mientras otros pululaban entre todas las líneas en funcionamiento con idéntica intención. Los más calmados, conocedores ya del funcionamiento de aquel aeropuerto, o seguros de haber entendido bien el mensaje informativo, esperaban a ver desfilar su equipaje en la pasarela móvil elegida por la que, a falta de modelos, pasaban por delante toda una serie de bultos en todos los colores, tamaños y marcas, donde la Samsonite negra dominaba con poderío aquel desfile cuadrangular.
Progresivamente, como una puesta de sol que acaba perdiendo el brillo para dejar paso a la tranquilidad de la noche, el estrés por la llegada de varios vuelos concurridos dio lugar a una calma en el volumen y movimiento de los viajeros; al mismo ritmo, las maletas fueron desapareciendo de las cintas, dando vueltas en los diversos tiovivos puestos en línea hasta que un número reducido de ellas quedó anclado al movimiento circular casi eterno, mientras los pocos viajeros que no habían encontrado su equipaje seguía esperando de pie agotados tras las incontables horas de vuelos, esperas y escalas, habiendo perdido la fe en salir de allí con sus enseres personales. De repente, rompiendo la quietud de la sala donde sólo el ronroneo de las gomas móviles hacía de fondo musical, un timbre estridente, como la campanilla de un temporizador de cocina, rompió a sonar atrayendo las miradas de los escasos viajeros que seguían de pie frente a las cintas de equipaje.
El sonido era constante y a ráfagas, siendo evidente que se trataba de un timbre de teléfono móvil. Además, era indiscutible que procedía de una maleta solitaria, única superviviente de una de las cintas que permanecía en movimiento sólo para dicha maleta. Sonaba y sonaba deteniéndose tras un número marcado de timbrazos. Y, tras un lapso de tiempo en silencio también marcado, iniciaba de nuevo su secuencia, arrancando en bucle una y otra vez. Todos miraban la maleta, se miraban entre ellos y volvían a mirar al origen del timbre, observando cómo el equipaje daba vueltas en torno a la misma porción móvil de aeropuerto sin que nadie reclamase su posesión.
Tras varios minutos sonando intermitentemente, uno de los viajeros que esperaba sin éxito su equipaje se decidió a contestar aquel teléfono teniendo el presentimiento de que, si respondía la llamada, quizá pudiera devolverle la maleta a su dueño, que seguramente la estaría buscando. También pensó que podría ser una llamada de alguien preocupado por la ausencia del dicho dueño, sufriendo por que no llegó a la cita al tiempo que por su mente pasarían las imágenes de cualquier tragedia aérea.
—¿Hola? —Dijo el chico contestando el móvil tras bajar con delicadeza la maleta al suelo. Pesaba mucho menos de lo que aparentaba por su volumen, sin que hubiese presentado ningún tipo de seguridad en el cierre por cremallera y, además, con el móvil en cuestión a la vista tras la apertura del equipaje—. ¿Es usted el dueño de la maleta?
—¿Maleta? —Respondió una voz femenina al otro lado de la línea—. Sí, exactamente. ¿Eres tú el de la maleta?
El chico observó la ropa bien doblada del equipaje y se extrañó: las camisas y pantalones no coincidían con la voz que escuchaba a través del teléfono. Además, la falta de coherencia era patente, lo que resultaba doblemente curioso.
—¿Yo? Sí, estaba esperando la mía y, sin que haya salido…
—Claro, lo mismo me ha ocurrido a mí.
No acababan de entenderse, pero daba la impresión de que ambos hablaban de la misma maleta. Aunque, ¿por qué era de una chica si sólo tenía ropa de hombre? Ni encontró una explicación rápida ni le dio muchas más vueltas, viéndose transportado por unas circunstancias que, más que casuales, jugaban intencionadamente con su destino. ¿Y su propio equipaje? Tendría que reclamarlo una vez le hubiese devuelto el suyo a la chica, sin que tampoco le corriese prisa en aquel momento. ¿Por qué se sentía atraído por una voz anónima? ¿Porque siempre encontraba abrigo en el más mínimo resquicio que se opusiera a su soledad?
—Podemos quedar en el punto de encuentro de la terminal dos, ¿te parece? —La chica le planteó directamente la pregunta, viendo que la llamada derivaba por el terreno de la incongruencia—. Creo que estoy cerca de allí.
—Yo también —dijo el chico apartando las ensoñaciones de su cabeza. Recordaba haber pasado por ese punto de encuentro tras salir de su vuelo—. No tardaré más de cinco minutos.
—Perfecto, nos vemos allí.
El chico cerró la maleta con cuidado guardando el móvil en su propio bolsillo y se encaminó al punto de encuentro dejando atrás las cintas de equipaje. Ni pensaba en su maleta ni en cómo los demás viajeros le miraban comentando por lo bajo el hecho de haber ignorado su supuesto equipaje, yendo abstraído arrastrando los pasos, y la dichosa maleta, al tiempo que pensaba en la voz de la chica. No supo por qué, pero, al aproximarse a la zona marcada, los nervios se acrecentaron haciéndose con el control de su cuerpo, azotándole el corazón mientras la vista revoloteaba en pos de un rostro sobre el que posarse. Y no tardó en encontrarlo. A pocos metros por delante se erigía un poste en el centro del pasillo con un cartel que rezaba en letras grandes “Punto de encuentro”, por el que todos los viajeros pasaban de largo a excepción de una chica, que permanecía de pie junto al poste mientras parecía esperar a alguien. El chico supo que era ella y la chica, a su vez, supuso que era él tras localizarle con la mirada, forjándose entre los dos una conexión visual que, como dos grúas que se estiran estando enganchadas por la misma cadena, acabaron arrastrando al resto del conjunto hasta chocar físicamente.
—¿Hola? —Preguntó tímidamente el chico. Era mucho más guapa de lo que sus mejores ensoñaciones conseguirían imaginar—. ¿Eres tú la de la maleta?
—Sí —respondió ella. La voz se le quebró ligeramente. Como si el monosílabo se le hubiese hecho grande en la garganta—. Soy yo.
—Bien —el chico no sabía cómo continuar, así que se limitó a concluir la transacción—. Aquí tienes tu maleta.
—¿Cómo que mi maleta? —Preguntó extrañada la chica—. Mi maleta aún no ha aparecido, yo te traigo la tuya.
—¿La mía? —La escena era más propia de una comedia de enredo que de la vida real, así que el chico trató de arrojar algo de luz a aquella extraña situación—. Yo he abierto esta maleta porque estaba dando vueltas en la cinta de equipaje mientras sonaba un móvil dentro. Supuse que podría ser el dueño o que era alguien que le llamaba preocupado, así que contesté —la chica le miraba con cara de asombro, abriendo más y más la boca hasta adoptar una pose casi cómica—. Y hablé contigo, quedando en este punto de encuentro para devolvértela.
—¡Pero si a mí me ha ocurrido lo mismo! —Replicó ella—. Estaba esperando delante de la cinta sin que saliera mi equipaje. Y en esta maleta solitaria —señaló la que tenía agarrada del asa abatible— empezó a sonar un móvil. La abrí por lo mismo que tú…
—Para localizar a su dueño…
Ambos dijeron lo mismo al unísono, encontrando más similitudes que el hecho singular de coincidir por una buena acción. Según se confesaron después, ninguno de los dos tenía pareja, ambos se sentían igual de solitarios y habían aterrizado en el aeropuerto sin ninguna persona que les recibiera, encontrándose con que, para postre, habían perdido su propio equipaje. Aunque eso fue después, en ese momento ambos se mostraron aturdidos.
—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó el chico. La chica se encogió de hombros—. Tendremos que ir a devolver estas maletas.
—Y reclamar nuestro equipaje.
—Y… —ambos pensaron en la vuelta a sus solitarias vidas, pero ninguno de los dos lo dijo—. Salir de este aeropuerto.
Como dos amigos que se reencuentran al cabo de mucho tiempo con media vida que contarse, ambos caminaron por el aeropuerto en busca de objetos perdidos mientras, abstraídos en la conversación, y en las sensaciones placenteras que regala la buena compañía, derivaban por la terminal arrastrando dos maletas que no eran de su propiedad. Sin preocuparse siquiera en localizar su propio equipaje, dieron con sus pasos en el mostrador que buscaban, primer paso a la despedida que vendría justo a continuación.
—¿Qué desean? —Preguntó la dependienta tras el mostrador de objetos perdidos—.
—Veníamos… —arrancó el chico—.
—A devolver estas dos maletas —completó la chica—.
Auparon el equipaje al mostrador dejándolo a merced de la dependienta.
—Qué extraño —dijo esta última examinando el equipaje—. Juraría que me trajeron dos maletas iguales hace dos horas. ¿También sonaba un teléfono mientras daban vueltas en la cinta? —Ante el asentimiento de los dos chicos, que ella tomó como pareja, se encogió de hombros—. Este aeropuerto es muy grande, pasan cosas curiosas a diario.
Los dos chicos abandonaron el mostrador de objetos perdidos y, temiendo el momento de la despedida, se miraron a la cara, se observaron durante varios segundos sin atreverse a decir palabra y, por fin, rompiendo con la vergüenza que le estrujaba la garganta, el chico se envalentonó dando un primer paso.
—¿Quieres que te acompañe a buscar tu maleta? —Bajó la mirada tratando de ocultar el rubor—. No tengo prisa. Y en mi equipaje tampoco hay nada imprescindible.
—Claro —respondió la chica con una amplia sonrisa—. Iba a estar sola todo el día —“y el resto de la vida”, pensó—, así que me encantaría que me acompañaras.
Ninguno de los dos esperaba acabar el día acompañado, pero, en ocasiones, los pequeños milagros existen. Quizá los grandes queden reservados a banqueros, millonarios duques o pequeños amasadores de prestigio, pero siempre habrá alguien que vea en la casualidad la fuente de su fortuna. ¿Y quién iba a juzgar aquella casualidad? Ellos no lo iban a hacer, definiendo en un futuro su romance como uno de tantos frutos del destino.

El tumulto de viajeros había dejado paso a un fluir calmado de los mismos que iba y venía con parsimonia sorteando las cintas de equipaje, mientras en dichas cintas bailaban en solitario unas pocas maletas como supervivientes de una discoteca que amenaza con cerrar las puertas. La escena se repetía una y otra vez a lo largo del día: viajeros que no localizaban su equipaje y equipaje que no localizaba a sus viajeros, siendo algo tan habitual que, al principio, todos ignoraron el sonido del timbre. Hasta que este eclipsó el resto de sonidos haciéndose dueño de los cuchicheos, sin que ninguno de los allí presentes se atreviese a poner fin a la angustia de quien llamaba. ¿Nadie? No, una chica venció su apatía atreviéndose a contestar la llamada, pensando que tal vez el dueño llamaba preguntando por su maleta.

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